Por Sebastián Aristizábal
Pareciera que el país se concentrara en crear nuevas crisis aun cuando estamos en medio de una que nos afecta a todos, no solo porque está en riesgo la salud, sino porque está desmembrando nuestra frágil economía y sacando los trapos más sucios al sol: somos un país inequitativo y apático, corrupto antes que solidario y en donde, además, contamos con gobernantes que ponen su soberbia por encima del bienestar de quienes, por error o convicción, los eligieron democráticamente.
Y uno de los conflictos, innecesarios de por sí, es el choque de trenes entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial, las tres ramas del poder público que tratan de imponer su razón a costa de la institucionalidad del país tan desprestigiada y abusada por estos días. Y es que, a partir de la declaración de estado de emergencia, el presidente Iván Duque empezó a gobernar a través de decretos haciendo un recorrido desde las restricciones para el funcionamiento de las peluquerías hasta una posible reforma pensional por debajo de cuerda.
A esta manera de gobernar, el Congreso de la República debería hacerle contrapeso a través del control político, sin embargo, con un congreso que se vio obligado a improvisar sobre la marcha para poder legislar dadas las condiciones que impuso la emergencia, los decretos del ejecutivo pasaron como una aplanadora sobre el legislativo.
Hay que reconocer que los congresistas esta vez brillaron por su ausencia y no en el sentido sarcástico de esta afirmación. Lograron enfrentar el desafío de la virtualidad y por medio de videollamadas y transmisiones por redes sociales lograron la aprobación de proyectos como el de borrón y cuenta nueva para deudores en centrales de riesgo, la prohibición de testeo de cosméticos en animales, el pago a plazos justos, los pliegos tipo para la contratación pública que busca combatir la corrupción y hasta el muy discutido acto legislativo que abre la puerta a la cadena perpetua para violadores y abusadores de menores.
Sin embargo, en el afán de conseguir réditos políticos, los mismos congresistas no llegaron a un acuerdo en cuanto a realizar sesiones en línea, presenciales o mixtas. Muchos nostálgicos de su curul en el imponente Capitolio se niegan a hacerlo desde sus casas, algunos legisladores de la oposición sienten que están siendo ignorados por las mesas directivas y otros que están decididos a no parar los debates de proyectos y a cumplir sus obligaciones constitucionales pese a las adversidades que ha puesto en el camino la pandemia.
Los seis casos conocidos de congresistas que dieron positivo para Covid-19 y el temor de convertirse en un foco de propagación de la enfermedad llevaron al saliente presidente del Senado, Lidio García, a tomar la decisión de instalar el Congreso de la República por primera vez de manera virtual, un 20 de julio que será inolvidable por la soledad de los pasillos de “la casa de la democracia” y por la acartonada solemnidad que ahora solo se hará evidente a través de una pantalla.
El Senado y la Cámara de Representantes han dejado de sesionar en varias ocasiones: por orden público, por guerras, por decisiones arbitrarias de los presidentes, por dictaduras y hasta por la constituyente del 91; la última vez tras un atentado en 1995 cuando un explosivo de mediano alcance hizo temblar el patio vigilado por Rafael Nuñez, pero nunca antes por un enemigo invisible que cada vez cobra más vidas, que su contagio sigue disparado y que, a hoy, estamos esperando angustiosamente la llegada del pico.
El desafío de este nuevo congreso, modernizado de afán, será el de hacer seguimiento riguroso a las acciones del gobierno nacional a través del control político. El presidente y su gabinete deben rendir cuentas de las decisiones que han tomado, la distribución de los recursos, el papel nefasto de la banca privada, el ingreso solidario, la estrategia de reactivación y el futuro que tendremos que vivir tras las consecuencias de un virus, de los que suelen ser virtuales, pero que hoy es tristemente real.