Por Manuel Raad Berrío
Del renacimiento de la prehispanidad en América Latina
El siglo XX fue el siglo de lo que me atrevo a llamar el Renacimiento de la Prehispanidad en América Latina, y Colombia no lo ha vivido como lo merece. Durante todo el siglo XX el continente fue redescubriendo ciudades prehispánicas desde México hasta Argentina, cada una de ellas testimonio en piedra de civilizaciones e imperios tan grandes y exuberantes como el persa, el egipcio o el romano.
Copán, Tikal, Tulum, Cobá, Ek Balam, Chichén Itza, Teotihuacán, Tenochtitlan, Tlatelolco, Guachi montones, Machu Picchu, Cozco, Ollanta y tambo, Nazca, Tiwanaku, y Uros, entre muchas otras, pero en Colombia solo hasta 1976 aparece en nuestro mapa Teyuna, o la “ciudad perdida” como se le conoce comúnmente entre los turistas, y ese apodo bien puede revelarnos el contexto de su aparición en un continente cargado de ciudades prehispánicas, por lo que lo resultara absurdo pensar que no las hubiera también en nuestro país. Pero esa ciudad «estaba perdida», casi como el eslabón perdido de la evolución darwiniana.
Creciendo en Cartagena de Indias, ciudad patrimonio de la humanidad por su legado hispánico, la prehispanidad no fue un tema en el que se profundizara mucho, y tampoco hay en esta ciudad facultades de arqueología o antropología que ayuden a promover esas discusiones. Entonces no me lo enseñaron en la escuela, pero sí me enseñaron a venerar las implicaciones culturales de la ilustración y del renacimiento europeo, y de América latina solo tenía la imagen borrosa de chozas y taparrabos de antes de la llegada civilizadora de Europa con Cristóbal Colón.
Más tarde entendí que eso del renacimiento no era solo un movimiento cultural que germinó en Florencia (Italia), también se refería a una denominación que en el siglo XIX pretendió señalar el periodo del «resurgimiento» del imperio Romano, y que el medioevo era el tiempo medio (el entretanto) entre la caída de ese imperio y su renacimiento. Esto no es tan fácil de aceptar, pero cuando entendemos que este periodo tiene por hito el «descubrimiento de América», las cosas toman sentido. Claro!! El nuevo imperio Romano (el renacido) eran las colonias americanas, conformadas por los imperios conquistados en el nuevo continente.
Pero bueno, esa es otra historia a la que algún día le dedicaremos más tiempo, pues en estas líneas me interesa especialmente sonar campanas y pregonar sobre la necesidad de seguir explorando las otras «ciudades perdidas» de la Prehispanidad colombiana, ciudades que pueden estar incluso debajo de nuestros pies, ocultas bajo las piedras de las “nuevas ciudades” como la iglesia de Hagia Sophia (Divina Sabiduría) oculta bajo los minaretes de una mezquita en Constantinopla (Istambul), o el Quri kancha en el Cozco oculto por cinco siglos bajo un templo dominico hasta que un terremoto en 1950 reveló el muro inca, o aún más probable sepultadas bajo el humus de las hojas que con los siglos forman montañas sobre las ruinas como en Copán en honduras o los Guachimontones (montón de guajes) en Jalisco. Hoy sólo puedo hablar desde la imaginación, pero muchas experiencias en rincones escondidos que visité este año en Colombia me obligan a pensar en estas posibilidades.
Pensar en lo parecido que suenan Tulum (Yucatán) y Tolú (Sucre), mientras subía una colina ayudado por escalinatas formadas por las raíces de unos árboles en el camino a los manantiales de Colosó; Posar la vista en piedras con formas geométricas detalladas en la carretera entre Bolombolo y Peñalisa (Antioquia) mientras Gustavito Rueda, veterano león de 91 años, me contaba sus aventuras y hablaba con determinación del futuro; Admirar la pieza cerámica más antigua de américa en el Museo de San Jacinto (Bolívar), mientras su director hablaba optimista de los hallazgos en San Jacinto 1 y San Jacinto 2 con ocasión de la intervención en la carretera; Escuchar de los petroglifos y los “talleres para trabajar la piedra” en la reserva de San Pedro Consolado corregimiento de San Juan Nepomuceno (Bolívar), donde también me recordaron el arroyo Manco-mojan que me trae las imágenes del Inca (Rey) Manco capac, fundador del Cozco (ombligo o centro del mundo), quien, cuenta la leyenda, salió junto a mama oclo del lago Titicaca, probablemente desde la milenaria ciudad del Tiwanaku en Bolivia.
Leer en una placa en la alcaldía de Sogamoso (Boyacá), que a Sugamuxi, Cacique que da su nombre al municipio, se le recuerda como el amigo de los hijos del sol (Incas); Entender que los hallazgos arqueológicos en las bases del puente Roncador de Yatí – Bodega pueden reescribir la historia de los pueblos de la Riviera de río magdalena; que nuestras casitas de bahareque son exactamente iguales a las que reconstruyeron los arqueólogos de guachi montones; que el Tahuantinsuyo Inca se extendía hasta Pasto; Considerar que lo lógico es pensar que alrededor de los centros de peregrinación como el bosque de las estatuas (San Agustín – Huila) deben existir grandes centros urbanos. Tal vez estoy soñando, pero los invito amigos a seguir buscando nuestras ciudades perdidas, que el verdadero valor del patrimonio histórico es su poder para llevarnos a entender y abrazar nuestra identidad, pues somos lo que podemos recordar, en otras palabras si no recordamos no somos.
Esta historia que borra las fronteras, nos permite recordar que sólo en la segunda mitad del siglo XIX nos hicimos colombianos; que la independencia constituyó el mito fundacional de la mano de un florero roto; que las plazas de nuestros pueblos se vistieron con estatuas de héroes comunes; que sólo hasta finales de ese siglo un cartagenero escribió el himno nacional para reforzar el mensaje; que ese mismo cartagenero, ante la desmembración progresiva de nuestros territorios, mediante un concordato buscó de aliado al Estado Vaticano y a la religión católica para que nos reuniera a través de la educación, sabiendo que la Religión por definición re ligare es reunión en comunidad (común-unidad), y se consagró el país al corazón de Jesús volviendo institucional el discurso de la hermandad. Y así, entendemos que de la mano de esas y muchas otras medidas deliberadas, la Bandera por fin ondeó como el fuego que enciende nuestro espíritu con la victoria de la colombianidad.
Eso sí, pero mucho más que eso, seguir buscando nuestras ciudades perdidas nos invita a sentirnos parte de una historia común continental, que más allá de las fronteras y las banderas somos latinoamericanos, que en nuestra sangre se mezcla la valentía y el arrojo de los migrantes que llegaron de tierras lejanas con la grandeza de los imperios que dominaron estos suelos antes que la viruela los hiciera caer más que por las armas. Buscar nuestras ciudades perdidas nos invita a recordar que uno de atributos del ser humanos, es reconocer la universalidad de nuestra humanidad.