El engaño de las apariencias y el caso de Yayo Bustillo

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Hay un error común, casi universal, que nos han metido en la cabeza desde tiempos inmemoriales: la idea de que ser lejano y antipático es sinónimo de educación, que fruncir el ceño y hablar con desdén es muestra de inteligencia, que el verdadero conocimiento se lleva con arrogancia y desprecio. Nada más falso en el caso del doctor Dairo Jose Bustillo Gomez.

Yayo Bustillo es la prueba viviente de que las apariencias engañan. Cualquiera que lo conozca por más de cinco minutos se lleva una sorpresa. No solo por su inteligencia, que es de otro nivel, ni por su agudeza, que lo hace capaz de desarmar cualquier argumento con una sonrisa, sino por su calidez y cercanía. Yayo es el tipo que en una reunión puede estar al lado de una eminencia política o de un viejo amigo del barrio, y la conversación fluirá igual. Él no necesita aparentar nada, porque ya lo ha sido todo: congresista, secretario de la Contraloría, asesor de campañas exitosas, uno de los abogados más prestigiosos de Bolívar. Sin embargo, sigue siendo el pelao de San Juan Nepomuceno, el de los Montes de María, el del Pie de la Popa, el de la Calle del Coliseo.

Si esto fuera una novela de García Márquez, Yayo sería ese personaje imposible que uno pensaría que es una exageración del realismo mágico. ¿Cómo puede alguien haber llegado tan lejos sin perder la esencia de barrio, sin creerse por encima de nadie, sin volverse un monumento a la soberbia? Pues así es Yayo. El mismo que fue socio de Juancho el de la lotería en la calle del Coliseo, el que seguro tiene una que otra cuenta por pagar en el Polo Norte, donde lo conocen como la Garrocha del Diablo. Porque Yayo es pueblo, con altas y bajas, con los problemas de cualquier ciudadano, con la capacidad de fiar panes en el Callejón de los Nísperos y, al mismo tiempo, de sentarse en la mesa de los grandes sin que le tiemble la voz.

Por eso, si de elegir se trata, mi voto siempre será por él. No solo porque le puede dar la batalla a cualquier otro aspirante (y académicamente no hay quien le haga sombra), sino porque Yayo es como todos nosotros. No es más ni menos que nadie. Es el amigo del barrio, el de siempre, el que te saluda con un abrazo y una sonrisa sin importar la hora ni el lugar. Es el que, si hace una maldad, se la goza; pero también es el que se quita el pan de la boca para dárselo a quien lo necesite. En el Club Cartagena o en una tienda en el Alto Bosque, siempre es el hijo de Diego y Pironcha, siempre dispuesto, siempre genuino. Y, si te descuidas, te llevas tu vacilada.

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