Por: Héctor Javier Castañeda Luján*
A más de 100 años del sufragio femenino, y de la abolición de la esclavitud, el desarrollo de nuestro marco moral universal parece haber derribado esas barreras que nos dividían según nuestro sexo, etnia, o país de origen. Hoy por hoy, independientemente de cuán materializado se vea, los derechos humanos se extienden por toda la población de nuestra especie, con unos mínimos establecidos capaces de garantizar el buen vivir de todo individuo que se conforme como ser humano. Esto significa que hemos ampliado nuestro horizonte moral al punto en donde ya no sólo tenemos un deber para con nosotros mismos, nuestros familiares y cercanos, sino que también para con el resto de personas alrededor del mundo. Hasta aquí, el espíritu de la moral parece alcanzar un definitivo. Sin embargo, sigue existiendo una última barrera por superar, y es la del especismo. Esta forma de discriminación moral se soporta en la creación de jerarquías entre especies animales, es decir, en considerar moralmente más importante a los animales de una especie que a los de otra, en este caso, al Homo sapiens sobre el resto. Al igual que sus análogas mencionadas al inicio del párrafo, el especismo carece de una justificación, y más bien responde a ese antropocentrismo cultural heredado en gran parte, de los principales monoteísmos que predominan en la actualidad. Derribar esta barrera se traduce en ampliar nuestro marco moral, no sólo hasta el último de los humanos existentes, sino que también al resto animales no-humanos que conviven con nosotros. Teniendo en cuenta que, entre otras cosas, poseen la capacidad de sufrir, el sentido del disfrute, de la justicia, y pueden verse directamente afectados -en términos de calidad de vida- por decisiones nuestras. Ante esto, existe una práctica que se ha visto minimizada, y que se podría considerar como el inicio del derrumbe de dicha barrera: el veganismo.
Aunque mucho se ha avanzado en derechos de los animales desde el ‘boom’ de los movimientos animalistas en la década de los 70’s, y pese a que hoy es normal encontrar a una persona que se muestre en desacuerdo con el uso de animales en los experimentos, en los circos o en las vestimentas, el veganismo sigue sin tener un papel importante como una respuesta moral ante el especismo. Y es que este se ha visto reducido a una mera acción ecológica, a un intento bastante optimista de salvar el mundo, mitigando así el asunto moral que hay detrás del mismo. Si bien es cierto que existen motivos ecológicos y de sostenibilidad detrás de una dieta vegetariana o vegana, empero, no son los principales, ni los más realizables (por lo menos a corto plazo). La principal razón en la que se debe fundamentar el veganismo reposa en el problema moral al que este se enfrenta. Usted ciertamente no roba, ni asesina, porque piense que cohibiéndose de hacer esto van a disminuir o a desaparecer los robos y asesinatos. Usted se cohíbe de hacer estas cosas porque las considera inmorales. Así mismo, llevar una dieta vegetariana o vegana no responde únicamente a un banal intento de salvar el mundo, y hacer de este un paraíso, sino a algo más profundo y complejo: a un principio moral. Este principio nace en el momento en que reconocemos a la capacidad de sentir dolor, y felicidad como un mínimo para considerar por igual los intereses de un individuo. Se ha tratado de trazar franjas sobre otros rasgos como el uso de la razón, o el ser conscientes de sí mismos, empero, estos terminan siendo limitados a la hora de acobijar todos los intereses que un individuo pueda tener. El filósofo utilitarista Jeremy Bentham lo plantea de la siguiente forma: «¿Qué otra cosa hay que pudiera trazar la línea infranqueable? ¿Es la facultad de la razón, o acaso la facultad del discurso? Mas un caballo o un perro adulto es sin comparación un animal más racional, y también más sociable, que una criatura de un día, una semana o incluso un mes. Pero, aun suponiendo que no fuera así, ¿qué nos esclarecería? No debemos preguntarnos: ¿pueden razonar?, ni tampoco: ¿pueden hablar?, sino: ¿pueden sufrir?».
Comprendiendo entonces, que ni el dolor, ni el goce, son rasgos exclusivamente humanos, y que además, existen animales con mayor capacidad de sufrimiento y de razón que muchos de nosotros, como lo es el caso de un chimpancé, una vaca, o un cerdo adulto comparados con un feto de un ser humano, un niño recién nacido, o con una persona adulta con insensibilidad congénita al dolor o discapacidad mental, vemos que no existe razón alguna para considerar a los intereses del hombre por sobre el resto de seres vivos sintientes. Hasta este punto, quizás usted aún se esté preguntando ¿Cómo se convierte la alimentación en un problema moral?
El problema moral en la alimentación no radica estrictamente, ni principalmente en la acción de comer productos de origen animal, sino en el trato que se les da en las granjas industriales, en donde cada año, millones de millones de animales son amontonados, en condiciones paupérrimas, sin una atención personalizada, tratados como simples objetos de producción. Imagínese por un segundo esa cantidad mencionada unas líneas atrás expresada en un sufrimiento sin fin ¿Acaso no es un deber moral tratar de reducir el sufrimiento? Ante esto muchos quizás estén de acuerdo conmigo, y piensen que los mataderos y las granjas industriales deberían tratar dignamente a los animales destinados a ser alimentos. Pero, ¿Y qué pasa con comerlos?, ¿Qué problema existe si los comemos, luego de que hayan recibido un trato y una muerte digna?
Ante este cuestionamiento, deberíamos empezar por preguntarnos si es posible vivir sin comer animales. Si la respuesta es no, lo máximo que estaría a nuestro alcance, sería esperar la comercialización de la carne de laboratorio que se prevé para 2022, y velar por un buen trato de los animales que consumimos mientras esto ocurre. Si en cambio la respuesta es sí -como las evidencias lo indican-, estaríamos ante la posibilidad de decidir entre seguir consumiendo productos de origen animal, o desistir de ellos. Es aquí donde surge la capacidad de elección, y con ella una responsabilidad moral. De esta forma, se podría decir que, aunque no es necesariamente inmoral comer animales, dado que en ocasiones las condiciones geográficas o limitaciones en el mercado eliminan la posibilidad de elegir, y después de todo un organismo biológico sirve como fuente de nutrientes para otro, es moralmente superior no hacerlo. Así mismo, se podría considerar inmoral solo en el momento en que, aun existiendo la capacidad de elegir qué tipo de comida nos llevamos a la boca, insistamos en mantener nuestra dieta basada en alimentos de origen animal. Esto quiere decir que no es intrínsecamente inmoral comer animales, sólo que, si se tiene la posibilidad de reducir el sufrimiento en cualquiera de sus formas, la elección moral siempre va a ser aquella que se incline a esto último.