En días pasados el periódico El Universal dedicó dos contundentes editoriales a la importancia de la transparencia en contratación estatal. Con el fin de alimentar el debate sobre la corrupción en la contratación traigo a cuento la agenda inicial instaurada con el modelo económico de la Carta, derivada del Consenso de Washignton: reducir el tamaño del Estado, permitir una participación más activa de los particulares en la prestación de servicios públicos mediante prácticas gerenciales más eficientes, como lo enseña el tratadista Alejandro Nieto (1975).
Nuestra postura es que la transparencia es resultado de procesos contractuales eficientes que dependen más de reglas económicas frías, que de la protección sin norte claro de la moral pública.
Se exige que la adiquisición de bienes y serivicios se haga al mejor precio y en las mejores condiciones. Esta postura, que podría parecer simplista, se ve desdibujada por el excesivo ritual existente en materia de contratación estatal, donde una licitación puede tardar hasta siete meses (sin contar que puede ser delcarada desierta).
El principio de eficiencia se patentiza en la expresa e insoslayable obligación que tiene la administración de planear de forma clara, adecuada, racional y contextualizada el gasto público. Este ejercicio va más allá del simpe diseño de un plan de compras y adquisiciones para cada vigencia fiscal; obliga al Ejecutivo a presupuestar los ítems que garanticen el funcionamiento cotidiano del Estado hasta la previsión de circunstancias poco probables pero defitinitivamente posibles, como catástrofes naturales o la atención especial que demandan algunos sectores de la población.
La práctica contractual nacional ha dejado en evidencia que las modificaciones, adiciones u otrosíes se han convertido en la regla general, muy a pesar de haber sido diseñadas como opciones excepcionales de corregir o redireccionar algunos aspectos puntuales en la ejecución del contrato estatal; incluso en la etapa precontractual abundan las adendas, denotando una clara muestra de improvisación y consecuncialmente de violación del principio de eficiciencia; esto trae como triste resultado el incremento de la corrupción.
En suma, la transparencia debería ser una consecuencia natural de la libre competencia en calidad y precio, enmarcada en la eficiente planeación a la hora de satisfacer las necesidades del conglomerado y no lo contrario, blindar al extremo contratos mal estructurados que a la postre terminan permeados por los corruptos.
Por: Uriel Ángel Pérez Márquez. Abogado, docente universitario.