“…sin el amor al prójimo, el rico es pobre”. San Agustín
Por Álvaro Morales de León
Con regular frecuencia oímos referencias, y como a manera de refrán o adagio, hablar sobre un personaje que ni nombre propio tiene, pero del que se hace alusión cada vez que de hacer reconocimiento a alguien por buenas obras y sin interés se trata, ese personaje es el conocido como “el buen samaritano”, y es el actor principal de la parábola con la que Jesús ilustró a uno de sus tantos contradictores, un doctor de la Ley, cuando le preguntó quién era su prójimo.
Ya antes, el hecho surgido con este maquinador de la Ley, el mismo que había quedado inquieto cuando no comprendió, supuestamente, lo que había leído acerca que uno de los requisitos para ganar la vida eterna era amar su prójimo como así mismo, fue lo que motivó al maestro a explicárselo con una parábola, como para que lo entendiera bien, y esa explicación es la que se conoce como “La parábola del buen samaritano”, referida en el evangelio escrito por Lucas.
Pero, sobre esta parábola tomada probablemente a la ligera y a manera de dicho, es sobre la que a continuación, y con motivo de las circunstancias actuales, me referiré de manera resumida y explicativa para que recordemos quien es este personaje, incógnito, y al que se le conoce, repito, como “el buen samaritano”.
Describe Jesús en su parábola, buscando enseñar sobre quién es el prójimo, que sucedió en una ocasión que un sacerdote y un levita que descendían de Jerusalén a Jericó, es decir, venían de la ciudad santa, probablemente de orar en el Templo, pasaron de largo, indolentes y sin inmutarse ante el hombre que también descendía de Jerusalén y que medio muerto y herido yacía a la orilla del camino víctima de unos ladrones que lo habían atracado y despojado de sus pertenecías.
Y continúa Jesús ilustrando en el relato, que por el contrario, un hombre de Samaria, es decir, un samaritano, región opuesta y en conflicto con los de Jerusalén, ciudad de dónde venían los indolentes religiosos, y que también transitaba por la misma senda, se compadeció cuando vio la condición de la persona atracada y dejada casi muerta en el camino, y acercándosele y vendándole las heridas lo puso en su cabalgadura hasta llevarlo a una posada para que fuera atendido y cuidado, pero fue mucho más allá que eso, dejó dicho que se haría responsable económicamente por los gastos que ocasionara su atención.
Cuan viva y vigente, podemos decir, sin equívocos, que está la palabra de Dios, y la que hoy nos aterriza ante el asombro que nos producen las injusticias, insensateces y despropósitos que se han conocido de parte de una pareja esposos que diciendo ser líderes espirituales de una congregación religiosa en Cartagena, sin recato ni misericordia alguna y actuando de la misma forma indolente como lo hicieron el sacerdote y el levita, pasan por encima de las dificultades económicas de sus feligreses.
Hoy, esos sacerdotes y levitas que descendían de Jerusalén, posiblemente de haber estado orando en el Templo, y que ignoraron al desvalido del camino, son esos mismos que en medio de la calamidad que vivimos piden a sus feligreses que por vía electrónica no dejen de hacerles la consignación de los diezmos y ofrendas; mientras que el buen Samaritano es aquel, que probablemente, ni a la iglesia vaya, pero que en medio de la adversidad tiene compasión de su prójimo, ese prójimo al que hay que amar como a uno mismo, como está escrito.
Finalmente, “el buen samaritano” es toda aquella persona que hace el bien sin esperar nada a cambio, ni exigir que le paguen por el favor hecho.