Por Alvaro Morales de León

Playa Blanca es ese pedazo de paraíso que Dios le regaló a Cartagena y que ubicó en esa especie de ensenada encajonada entre Portonaíto y Punta Gigante en la que hoy es la Isla de Barú pero que antes de la construcción del Canal del Dique fue una península.

Son bellísimas playas de blanca y polvorienta arena, de cristalinas y transparentes aguas de tono aguamarina incrustadas en la Isla de Barú y hacen parte de la jurisdicción territorial del Distrito de Cartagena de Indias.

Hoy el acceso a estas hermosas playas puede hacerse tanto por vía acuática como por vía terrestre a través del Puente que une al corregimiento de Pasacaballos con la Isla de Barú, puente construido sobre las aguas del Canal del Dique durante el efímero gobierno del alcalde Campo Elías Terán Dix, y al cual los concejales de la época se negaron a bautizarlo con su nombre, pero, a pesar de ello, los pobladores de la Isla no se dejaron contagiar del egoísmo político y optaron por llamarlo con el nombre de Campo, como llamaban al mandatario.

Pero las bellas, cristalinas y transparentes aguas de este edénico balneario han sido noticia y no precisamente por su hermosura sino por los atropellos que los nativos dedicados a la atención y al servicio turístico de los visitantes han venido cometiendo con exagerados cobros por comidas, licor, alquiler de sillas, paseos en lanchas, alquiler de motos náuticas y de pequeños y ripiados bafles par escuchar música.

A todo lo anterior hay que añadirle las famosas pruebitas de masajes, de ostras y las trencitas. Todo un catálogo de excesos en el cobro a los visitantes sin que las autoridades establezcan verdaderos controles para frenar la afectación que se le está produciendo a la ciudad y menoscabo al propio lugar turístico.

Son muchos los casos que mas que abusos son estafas como lo hicieron con visitantes mexicanos a los que les cobraron un millón y medio de pesos por propina sobre servicio de una picada familiar por el que cobraron un millón doscientos cincuenta mil pesos, novecientos ochenta mil pesos por el alquiler de una lancha, 225.000 por cinco sancochos, 120.000 por el alquiler de un bafle.

O a los brasileros a los que les cobraron cuatro millones de pesos por un pollo, cuatro patacones, una botella de agua y el alquiler de una carpa, y así han seguido siendo las denuncias por estos atropellos.

Los nativos se justifican y argumentan que tales precios se deben a que no hay ninguna lista oficial de precios que determine el precio a cobrar, y que debido a ello están en libertad de actuar de esta manera, según ellos, a lo cual yo diría que hasta razón tienen, aunque ella no los exonere de la estafa.

Pero estos altos precios no se dan solamente en Playa Blanca, en el territorio continental, en la ciudad, también se dan de manera descontrolada, como el cobro de $35.000 que por una empanada de huevo cobran en un afamado restaurante ubicado en el Centro Comercial “La Serrezuela”.

Atrás no se quedan los restaurantes especializados en la venta de pollos, en los cuales un combo de ocho presas acompañado de papitas, ensalada y una gaseosa litro sobrepasa los $72.500; o en otros en los que un pollo frito, sin ningún acompañante hay que pagarlo por $50.000.

Tampoco hay que excluir a los Cafés, muy visitados, donde por una tinto mediano hay que pagar $7.000, aproximadamente, o por un batido, más de 12.000.

Finalmente, todo este descontrol de precios me parece que se debe al abandono hecho por la alcaldía de Cartagena cuando desapareció la llamada Oficina de Precios, Pesas y Medidas, cuyo último jefe, Rómulo Osorio, en persona se encargaba de visitar los establecimientos para comprobar que tuvieran a la vista pública la lista de precios que previamente había sido aprobada por su oficina.

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