[author] [author_image timthumb=’on’]https://i.imgur.com/vuiO9ws.jpg[/author_image] [author_info]José Vicente Figueroa. Escritor y empresario cartagenero.
Instagram: @josevicentefigueroa[/author_info] [/author]
La idea absurda de libertad fundada en la modernidad parece desviar nuestra atención de la regulación de las instituciones sociales que paradójicamente desde el renacimiento fomentan un prototipo de sujeto autónomo, deliberante y autosuficiente. La pregunta es entonces: ¿qué tan independientes-libres somos? ¿Somos nosotros quienes creamos al sistema o lo contrario? ¿Quién direcciona la cultura?
Para no convertir este artículo en una clase extensa de historia, como acostumbro hacer temo decir, expondré brevemente, o eso espero, el asunto: las sociedades crean a los individuos que necesitan. En la edad media, por ejemplo, si nacías en una familia de carpinteros, estribas o caballeros en eso te convertirías en el futuro. Serías el eterno aprendiz de un arte que permitiría tu sustento económico de acuerdo a las regulaciones del monarca, quien, de hecho, era el único que ostentaba en su jurisdicción algún indicio de libertad.
Y no fue hasta el renacimiento italiano y la posterior ilustración alemana e inglesa cuando este asunto se convirtió en el eje central de la discusión filosófica: ¿somos o no libres? ¿necesitamos que un pastor nos enseñe las escrituras, un médico que recete las fórmulas y un maestro que direccione la razón? ¡No! -respondería efusivo aquel pensador de Königsberg quien, sin saberlo quizás, desafiaba al monarca y al papa de turno que por supuesto eran amigos.
Así, al transcurrir las revoluciones burguesas hasta consolidarse los Estados modernos del siglo XX, en el ciudadano del común, como tú y como yo, frente a las regulaciones de las constituciones se engendró de nuevo el espíritu de la sumisión a la autoridad.
Es ahora el Estado quien decide cómo debemos vivir y comportarnos, pero que a diferencia del régimen medieval naturaliza el poder o lo disfraza mediante las leyes y las acciones legales que prometen al ciudadano algún tipo de participación en los asuntos públicos. Es decir, una democracia que en su ejercicio es el accionar de las oligarquías liberales, o, en otras palabras, las pocas familias que piensan y direccionan un país.
Y es en este contexto que surge la bio-política como disciplina que teoriza sobre el alcance o límites del poder sobre el cuerpo humano. Pero, ¿cómo es eso? ¿Cómo el Estado puede regular mi cuerpo si yo soy completamente “libre”? Analicemos el siguiente ejemplo:
En Colombia, desde hace menos de una década, en el debate político se propuso regular el consumo de gaseosas azucaradas por su impacto negativo en la salud. Además, casi al mismo tiempo, se retomó la cátedra de educación sexual como también las propagandas de preservativos en los canales nacionales.
Esto, que para nosotros resulta coherente, y lo es por supuesto, pudo no serlo para nuestros abuelos quienes procreaban decenas de hijos y contraían matrimonio a una temprana edad. En la transición hacia el siglo XXI, el gobierno constató las repercusiones económicas del crecimiento acelerado de la población, como lo puede ser el aumento de subsidios y el poco acceso generalizado a la educación superior, así que paulatinamente transformó la cultura: ahora se fomentaba, por un asunto de salud pública y no económico, la protección durante el sexo y se consideró incluso el aborto en casos específicos.
De esto, querido lector, se encarga la bio-política: de estudiar las medidas estatales sobre el cuerpo humano. Y aunque queramos decir que somos completamente libres, lo cual es una discusión que repercute incluso en lo metafísico, por lo menos debemos reconocer que el gobierno, aunque naturalizado, establece los cánones que deben regir al ciudadano.
Ellos crean el prototipo: las reglas sobre la reproducción, la alimentación, los elementos legales para el esparcimiento -entre eso la legalización o no de las drogas, la edad de pensión, la duración de las jornadas de trabajo, la reducción o incremento de impuesto a sectores económicos y en general, el sistema mismo.
Por eso el propósito de la llamada pos-modernidad no debe consistir en la persecución de una libertad inconclusa sino en potencializar los mínimos para el desarrollo óptimo del ciudadano. Por tanto, en la transformación de la cultura mediante las medidas estatales, debemos construir un sistema que, en lugar de explotar a unos sobre otros, se proteja a la vida misma. Este, propongo, es uno de los ejes centrales del nuevo siglo.