Por José Vicente Figueroa

De repente, en los primeros meses de la década, un nuevo virus amenazó con derrocar los pilares del capitalismo occidental, y en general, quizás, los del mundo: hiper-producción/consumo banal, individualismo, y la mano invisible que domina las especulaciones del mercado y la banca; para instaurar, en el mejor de los casos, conversaciones sobre lo “comunitario-estatal” o “protección social integral” del ciudadano común. Algo inusual, querido lector, cuando antaño segmentos conservadores de la opinión pública, satanizaban dichas propuestas como socialismo, comunismo o castro-chavismo del siglo XXI.

Sobre el primer aspecto, la demanda pareció reducirse a bienes de consumo básico: comida, productos de aseo y educación; mientras la oferta diversificada de servicios de entretenimiento -como turismo y eventos- quedó relegado hasta nueva orden. Algo que en Colombia resulta irónico, cuando la política nacional ha preferido impulsar la economía naranja que el agro, o economía verde, de quien hoy ha dependido la supervivencia nacional. Quizás porque en eventos corporativos mundiales, se aprecia más elegante resaltar por agencias de viajes o eventos, que por rastreros campesinos analfabetas; hombres –o animales- del monte donde no llega ni el viento.

Sobre el segundo, el individualismo occidental, que tanto discursa sobre derechos y libertades, aprecia en el régimen asiático, rotundo éxito en la contención del virus. Esto por medio de restricciones y mecanismos modernos de control social –biopolítica en su máxima expresión, denunciado por Agamben- que logró distanciamiento obligatorio y castigos sociales/económicos a los infractores de la ley. Entre tales métodos: cámaras térmicas, GPS 24 horas en teléfonos móviles, rastreo permanente de contenido en redes sociales, pérdida de crédito social o acceso a desplazamiento libre, y en general, control permanente en las potencialidades del cuerpo humano; uno que no distingue entre la esfera pública y privada.

“¡Inconcebible! ¡Inhumano! ¡Régimen fascista!”- proclama occidente, del otro lado de la vía, en el fracaso de exhortar a los ciudadanos a quedarse en casa, respetar las instituciones, e incluso, también, a pensarse como colectivo. “¿Quiénes somos todos nosotros?”- se pregunta, mientras el ciudadano común, esa masa deforme, es invitado a dos caminos posibles: morir de hambre, debido a los altos niveles de informalidad laboral y desempleo, del cual poco/mucho puede hacerse cargo el Estado en la inmediatez; o infectado, pero produciendo y pensando en “todos”; o en la economía que encubre a todos, pero no a todos de la misma forma.

Y el tercero, como consecuencia de los mencionado con anterioridad, emana en el común denominador, exigencias sociales como salud gratuita, acceso a internet –para ser partícipes del teletrabajo y la educación a distancia- y pagos/retención de arriendos y servicios. Demandas insólitas en la clase media que antaño lucía contenta defendiendo el neo-liberalismo y sus máximas del “sálvense quien pueda”, “el que es pobre es porque quiere” o “no queremos nada gratis; hay que trabajar”. ¿Dónde están pues, los ahorros e inversiones de la clase baja-media occidental? ¿Por qué ahora, sí, defienden la salud como derecho inherente a todos? Enhorabuena porque el virus no distingue de clases sociales; todos somos posibles huéspedes.

De cualquier forma, en vísperas del nuevo orden mundial, nuevo capitalismo o lo que usted, querido lector, se le pueda ocurrir, inmerso en el mar de noticias falsas y promesas forzadas de políticos y profetas, algo sí nos ha permito la crisis, además de los tres aspectos ya mencionados: la psico-deflación universal, como antítesis de la hiper-producción o auto-explotación del sujeto contemporáneo.

Para aproximarnos a tal máxima, permítame preguntar: ¿cómo cree usted que ha reaccionado la mente que ha sido adoctrinada los últimos treinta años a ininterrumpida producción y consumo de bienes, ante la guerra por la supervivencia, soledad metropolitana y la tristeza existencial inherente al enclaustro? Quizás, como el drogadicto que aprecia la jeringa enfrente, pero es incapaz de inyectarse; así vemos las calles desoladas de humanidad y atiborrada de billetes incapaces de salvarnos.

Esta es la oportunidad de apagar el incendio permanente de la mente y el cuerpo condenado al trabajo -lo cual algunos han llamado psico-deflación- para dirigir nuestras conversaciones a asuntos olvidados: el amor conyugal/familiar, el sentido de la muerte/vida, la otredad, la cultura y artes como emancipación de la existencia, y nuestra amenazadora relación con la naturaleza.

Si el virus vino al mundo, bien creado por el hombre o de forma espontánea, es como portador de draconiano mensaje: los humanos se comportan como verdadero virus, consumiendo todo en el camino; o se extinguen, y damos lugar a que nuevas especies gobiernen el mundo; o perpetúan su legado, cuidando la relación armónica de los ecosistemas. Sin embargo, ¿el mensaje será recibido o archivado en el buzón del perpetuo mañana? La psico-deflación será temporal; la nueva biopolítica, incluso en occidente como Estado de excepción extendido, quizás, permanente.

 

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