En el arte de la guerra, tener el sol a las espaldas es una ventaja táctica milenaria. ya Alejandro Magno lo sabía: posicionar las tropas de manera que el enemigo quede cegado por la luz frontal puede decidir la batalla y los pilotos de combate en ambas guerras mundiales perfeccionaron la técnica de atacar viniendo desde el sol, volviéndose invisibles hasta el último momento. Pero en política, la misma expresión adquiere un significado sombrío y contrario: cuando un gobernante tiene el sol a las espaldas, significa que su poder declina, que las sombras se proyectan hacia adelante y que su autoridad se desvanece como la luz del ocaso. Es el momento en que el líder político deja de proyectar poder hacia el futuro y se convierte en una figura de transición, vulnerable y, paradójicamente, más peligrosa.
Hoy, dos presidentes sudamericanos caminan con el sol a sus espaldas: Petro en Colombia y Maduro en Venezuela. Ambos, desde orillas ideológicas similares exhiben las características clásicas del poder en descomposición. Y ambos demuestran una verdad incómoda: los gobernantes en su ocaso, cuando ya no tienen nada que perder, pueden causar más daño que en la cúspide de su poder.
Gustavo Petro llegó a la presidencia colombiana con la promesa de cambio, transparencia y lucha frontal contra la corrupción. A menos de un año del término de su mandato, su gobierno navega en un mar de escándalos que desmienten casi todas esas promesas. El caso de la UNGRD, las chuzadas a la niñera, las investigaciones sobre su hijo Nicolás, y el denominado «Pacto de la Picota» no son meras anécdotas, y justo cuando creemos que no puede haber nada más vergonzante, Petro demuestra que siempre es posible superarse, y aparece el nuevo escándalo del día.
El 24 de octubre de 2025 Estados Unidos incluyó a Petro y a su círculo en la Lista Clinton, convirtiéndolo en el primer Presidente colombiano en la misma lista que Nicolás Maduro, Bashar al-Ásad y otros capos del narcotráfico; o qué decir, de los “Infiltrados” de las disidencias de las FARC en la Dirección Nacional de inteligencia; pero más revelador que los escándalos mismos es la conducta errática del presidente en su declive.
El viraje más dramático ha sido su conversión desesperada a la «mano dura». Petro, quien llegó al poder prometiendo «paz total» y criticando ferozmente los bombardeos del gobierno de Iván Duque —llegó a decir que bombardear campamentos con menores era un «crimen de guerra»—, autorizó en 2025 al menos cuatro bombardeos que dejaron 15 menores muertos. Aquí la defensa del presidente en sus propias palabras: «Si se suspenden los bombardeos, los capos van a reclutar más niños». La hipocresía es flagrante: es la desesperación de un presidente con desaprobación del 66%, incluido en una lista de narcotraficantes, sin capacidad de aprobar reformas, tratando de demostrar dureza cuando ya nadie lo toma en serio.
Si Petro camina hacia el ocaso, Maduro ya habita en la noche cerrada de la dictadura. El fraude electoral del 28 de julio de 2024 —cuando se proclamó ganador sin presentar actas— no fue un desliz autocrático: fue la confesión pública de que el chavismo no puede ganar elecciones limpias. La represión posterior, con casi 1,900 presos políticos (67 de ellos adolescentes), y la implementación de la «Operación Tun Tun» —detenciones puerta por puerta de opositores— revelan a un régimen que solo se sostiene por la fuerza bruta.
Maduro enfrenta hoy una presión sin precedentes. Estados Unidos lo señala como líder del Cartel de los Soles, ofreciendo 50 millones de dólares por su captura y desplegando en el Caribe la mayor concentración de fuerza naval desde la invasión de Panamá para capturar a Noriega en 1989. En noviembre de 2025, el Departamento de Estado designó oficialmente al Cartel de los Soles como organización terrorista extranjera, vinculando directamente a Maduro. María Corina Machado, su némesis política, recibió el Premio Nobel de la Paz. Y entonces los espejos se miran: Gustavo Petro, histórico aliado del chavismo, declaró el 23 de noviembre: «Yo no lo apoyo», que suena muy parecido al “Yo no lo crié”, una lavada de manos en la que el desespero se mira con la soledad.
Los reportes del New York Times sobre negociaciones secretas para su salida del poder en un período de dos años confirman lo evidente: Maduro busca una puerta de escape. Pero un dictador acorralado, con órdenes de captura internacionales y acusaciones de narcotráfico, puede optar por estrategias desesperadas antes de caer.
Aquí radica el verdadero peligro de los gobernantes con el sol a las espaldas. Un presidente en su ocaso político, sabiendo que su legado está en ruinas y que su tiempo se agota, puede tomar decisiones cada vez más erráticas y autoritarias. Los ingleses tienen una expresión perfecta para describir este fenómeno: «lame duck», literalmente «pato cojo». Un ave herida, incapaz de volar pero aún capaz de coletazos impredecibles. Es la metáfora exacta para presidentes que han perdido autoridad moral y política, pero conservan las atribuciones formales del cargo. Son patos cojos que, precisamente por su debilidad, pueden causar daño desproporcionado en el intento desesperado de mantener relevancia o construir un legado que ya está perdido. Los patos cojos, aunque no pueden volar, aún pueden morder.











