Por Jose Vicente Figueroa
Si la poesía no desvela los misterios del alma con pretensión de describir y exaltar sus arquetipos, se transmuta en mera palabrería o parafernalia teatral. No es entonces, a mi forma de entender el género, auténtica y honesta; es tal vez el intento inocente de romantizar una idea; algo insuficiente y superficial que podría interesar a los fanáticos de lo cursi.
El poema, en cambio, es el conflicto dinámico entre el contenido y la forma de lo abstracto; materialización de ideas que confabulan en el imaginario colectivo, pero versando en la experiencia inmediata; excavación profunda, sin mapa ni guía en un pozo solitario que al chapucear desborda las dos siluetas de la existencia: el amor y el sufrimiento. ¡Eso es el lirismo: dolor! La prognosis y re-creación de futuros y pasados concebidos desde el presente.
Los arquetipos, de ese modo, son símbolos o ideas preconcebidas en nuestra alma/mente que anhelan medios para sublimarse; y la poesía lo permite, de a ratos, cuando el agua reprimida se hastía de la quietud. Por ello, cualquier intento de evocar un verso debe trasgredir los límites de la literalidad; el mundo natural no es suficiente, y las palabras son escasas para imitar lo desconocido.
En ese sentido, a diferencia de otros géneros literarios, la poesía es mímesis de lo metafísico; es matar la ballena, o a Dios, con el mismo cuchillo con el cual se pretende detener las heridas; son los intentos de fragmentar el tótem y sentir su luz apresada. Y para aquellos que, con justa razón, objeten que tal definición corresponde a específica visión del género, me agradaría responder que, como a corriente artista, habito entre mis propias mentiras y podría fallecer creyendo en ellas; allí soy, o somos, como el prisionero de una casa de papel que sigue asomándose por la ventana buscando señales que antaño estaban debajo de la cama.
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