En el siglo XVIII, el convento de San Agustín en la ciudad colonial se convirtió en un inusual refugio para criminales que buscaban evadir la justicia. En 1751, un soldado que había asesinado a una mujer con alevosía se refugió en el convento tras cometer el crimen. Aunque el gobernador Ignacio Sala y el obispo solicitaron un registro exhaustivo del lugar, el criminal logró escapar, y posteriormente fue juzgado y condenado a muerte en ausencia. Se cree que murió de viejo en algún rincón del virreinato.
Ese mismo año, un esclavo conocido como Manuel apuñaló a un niño de cuatro años, hijo de Tomás Landeta. Manuel buscó refugio en el convento, que fue rápidamente cercado por la guardia local. A pesar de las insistentes solicitudes del gobernador y del alcalde López de Puga para permitir el acceso y capturar al criminal, y de la sugerencia del alcalde de ignorar la autoridad eclesiástica si era necesario, Manuel permaneció en el convento y no fue capturado de inmediato.
Estos episodios revelan cómo, en tiempos coloniales, los conventos no solo eran lugares de oración y retiro, sino también refugios inesperados para aquellos que buscaban escapar de las autoridades. La resistencia de los representantes eclesiásticos a permitir el acceso de las fuerzas de seguridad pone de manifiesto la tensión entre las leyes civiles y las prerrogativas religiosas de la época.
Fuente. Artículo del Dr. Pedro Covo Torres
Fotos. A quien corresponda