Antes de convertirse en el centro de atención turística y patrimonial, el Centro Histórico de Cartagena fue hogar de quienes buscaban un refugio seguro frente al sol, el mar y la precariedad. En el siglo XIX, barrios como Pekín, Pueblo Nuevo y Boquetillo surgieron junto a las murallas que hoy bordean la avenida Santander, construidos por pescadores, zapateros y artesanos que encontraban en estas tierras la esperanza de una vida digna. Eran asentamientos humildes, pero llenos de vida, donde la ‘vida de barrio’ se respiraba en cada esquina, entre el bolero y las charlas de vecinos.
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Investigaciones realizadas por las historiadoras Nellys Bohórquez y Carmen Hernández han revelado que estos asentamientos contaban con permisos oficiales para establecerse, desmintiendo la idea de invasión que se ha mantenido por décadas. Eran barrios planificados, con acuerdos que estipulaban cuotas para habitar terrenos pertenecientes a la Nación. Sin embargo, la élite cartagenera de entonces los consideraba una amenaza a su estatus social, denominándolos de manera despectiva ‘indeseables’.
En 1939, ante el riesgo de inundaciones y la presión de la Sociedad de Mejoras Públicas de Cartagena, el alcalde Daniel Lemaitre ordenó el desalojo de estos caseríos. Las familias fueron reubicadas en Canapote, un terreno lleno de maleza y charcas, que se convirtió en un desafío para los antiguos habitantes de la costa. Este desplazamiento marcó el inicio de una nueva lucha por la dignidad y el reconocimiento de una comunidad que había sido ignorada.
A pesar de los desafíos que enfrentaron, el legado de Pekín, Pueblo Nuevo y Boquetillo permanece en la historia de Cartagena. Las generaciones posteriores a los desplazados siguen celebrando la herencia cultural y la identidad que construyeron a lo largo de los años, reivindicando la importancia de estos barrios como símbolos de resistencia y esperanza en una ciudad que ha evolucionado, pero que no debe olvidar su pasado.
Fuente. El Universal