Por Jose Vicente Figueroa
En el marco de las fiestas de la independencia de Cartagena, celebrada por bandos y carrosas entre los días del 5 al 11 del mes de noviembre, alguna persona o banda criminal arrancó el brazo derecho de una estatua en la plaza trinidad. Brazo que hace falta, pues era usado por “el tamborilero” en las marchas de dicha independencia hace más de doscientos años. ¿A qué personas o colectivo se le puede ocurrir tal propósito? ¿Por qué padeció el músico y no la estatua de Pedro Romero o la del sacerdote Diego Umaña? Ha pasado más de un mes y el misterio sigue oculto.
Y si bien no me considero un psicoanalista o parecido, pues meramente soy un escritor de anécdotas post-modernas, quizás esto responde a una emergencia de la cultura: la ausencia de ella. Aquella idea generalizada en el imaginario colectivo que somos un pueblo sin identidad que habita en una isla para turistas, y que por tanto los elementos que le componen son externos o independientes de “nosotros”.
El centro histórico es, al menos, un recinto para aquellos hombres de remotas tierras que depositan su dinero entre cadenas de turismo, y no para el heredero africano o el colombiano promedio que por fortuna o maldición tuvo que migrar hacia la costa. Cartagena es un pedazo de mar del cual pretendemos huir entre la asfixia del calor, la humedad y la pobreza. No es Bogotá o Medellín, por ejemplo, que respiran cultura ciudadana, arte e innovación. Es más bien el hermano feo que se disfraza o maquilla de historia para disimular su precariedad.
Por ello, el brazo que hace falta en la plaza es el del músico o gestor cultural, y no el del luchador o sacerdote. De alguna forma, reconozcámoslo, somos una comunidad religiosa atrapada por el romanticismo u orfandad metafísica que explota hacia la resiliencia, el combate y la supervivencia cotidiana. O en otras palabras más castizas: una gente que se declara héroe por respirar entre la basura y la fe de un mejor mañana.
Y, de hecho, aquella persona o colectivo que desmembró la fibra de vidrio del “tamborilero”, el material con el que está hecho la estatua, lo sentía tal como tú y yo en estos momentos. La diferencia entonces no yacía en el sentir, sino en la forma de sublimación de la misma: nosotros, los famosos ciudadanos de bien, nos desahogamos por medio de memes, comics, insultos, bromas, textos y/o quejas orales; ellos por medio de violencia al patrimonio. Dos caminos que responden a lo mismo: sentirnos extraños y perdidos en nuestro territorio.
De hecho, el vandalismo fue también una respuesta a la carente voluntad política por la cultura ciudadana. ¡El político parece gobernar a espaldas de las necesidades de más de un millón de habitantes! Lo que se enseña en las escuelas es un contenido estructurado por el ministerio que poco o nada direcciona al estudiante a la apropiación de su ciudad. Es más bien una serie de información suficiente para graduarte, acceder a algún tipo de educación superior y conseguir un empleo.
Por ello Cartagena necesita una re-estructuración en su fundamento. Necesitamos que los ciudadanos sientan a su ciudad como un espacio para la potencialización del talento, y no como una cadena de hierro que ata hacia la pobreza. Una ciudad que por primera vez en su historia puede decirle a su pueblo, tal como lo declara el coro de una champeta moderna: me transformaste.
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