Cuando la vida se refracta

Por Natalia Arteaga Marrugo

A los que nunca supieron que mientras hablaba escribía, y hoy son mis coautores

 “Murió María!” dijo Manuel, y continuó: “Cuando llegó al hospital no tenía signos vitales, ya no había nada que hacer”. Pasado unos segundos, entendió lo que acababa de decir. “Esto me ha golpeado”, terminó por concluir.

María, de resiliencia garantizada y postura aguerrida, gastaba su vida supervisando un negocio dispuesto al placer de quienes en la buena música mezclada con alcohol se recreaban y al cual siempre acudía con su fiel amigo zorrillo.

Yo fui una de esas personas, a quien María atendía amablemente y quien procuraba mi comodidad durante mi estancia en su horario laboral.

Un particular día del mes de julio, caminando con Mercedes, levanté la mirada, veía a la gente en su afán cruzar y recordé, por la silueta y el morral que llevaba con ella una señora, a María y así se lo hice saber a Mercedes, esposa de Manuel y me contestó:

  • “Pobre María; y si supieras que el mismo día que cumplió un mes de fallecida, murió zorrillo, murió de tristeza”

Antes había escuchado esa expresión con respecto a la muerte de un canino, sin embargo, no terminaba por entenderlo, a lo cual le pregunté:

  • “Mercedes, pero ¿cómo así que murió de tristeza? Cuál es el diagnóstico de un veterinario cuando le dicen: el perro murió de tristeza”
  • “Es como a nosotros, les da depresión”, contestó
  • “Si, pero nosotros no morimos de tristeza” dije, a pesar de que, en ese momento, así casualmente así, me estuviera sintiendo, muriendo de tristeza.
  • “Si, pero eso se refleja en los órganos, de pronto en zorrillo no tardó tanto”, finalizó Mercedes.

Yo sabía que, a diferencia de zorrillo, no moriría de tristeza o por lo menos no tan pronto, aunque me sintiera disminuida, porque aún en el ahogo del llanto, ese mismo particular día, me hicieron reír de las desavenencias de la vida, de lo graciosos y ridículos que nos vemos desde fuera habitando nuestra, muy nuestra verdad.

Ya decía yo, a quienes con astucia me hicieron reír, que me sentía como un arcoíris, pasando de un color a otro y sintiendo profundamente cada tono. Ya decía yo, y estaba segura de ello, que Manuel y Mercedes muchas veces habían sentido morir de tristeza, que aún hoy, llevan consigo alguna y todavía gozaban de vitalidad. Ya decía yo, que no me pasaría algo tan pronto, pero, aunque parezca cuento, me pasó: el cielo se pintó de colores, un arco multicolor apareció, el fenómeno se hizo realidad, y no he muerto de tristeza.

No me ha pasado la muerte, me ha pasado la vida y mientras la luz del sol siga atravesando las gotas de agua de llanto y tenga un arcoíris, será la vida quien me pase y me diga qué hay que seguir viviendo a pesar de sentirse morir.

Se que el arcoíris no era solo para mí, era para mí, para Manuel, para Mercedes y todos los que en algún momento han sentido el habitar de la desdicha, esa misma que pudo llevarse a zorrillo, pero para seguir siendo fiel a su noble amiga María, quien igualmente podría estarle diciendo lo que bien cita Eduardo Galeano: “Las personas no mueren. Quedan encantadas”

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