Las murallas de Cartagena, el icónico símbolo de una de las ciudades más famosas de Colombia, han sido testigo de la división entre diferentes grupos a lo largo de la historia. Desde su construcción en el siglo XVI, separaron a españoles de piratas, a blancos de negros y actualmente dividen a turistas y cartageneros. Esta separación geográfica refleja la disparidad entre la ciudad amurallada, reconocida internacionalmente, y «la otra Cartagena», una ciudad con altos índices de pobreza, educación deficiente y violencia.
El centro amurallado, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, es una atracción turística próspera que genera empleo y riqueza, pero también ha provocado la segregación socioeconómica. Mientras los turistas disfrutan de boutiques, restaurantes y servicios de lujo, en «la otra Cartagena» la falta de acceso a servicios básicos, la informalidad laboral y la creciente criminalidad son realidades cotidianas. La brecha entre las dos realidades ha generado la percepción de dos ciudades opuestas, aunque ambas se necesitan mutuamente.
El desarrollo turístico de Cartagena, impulsado desde la década de 1980, ha transformado la ciudad y beneficiado a algunos sectores, pero también ha dejado rezagados a otros. La planificación urbana se ha centrado en la atracción de visitantes, descuidando la infraestructura, la vivienda y la educación de la población local. La corrupción y la falta de voluntad política han contribuido a la marginalización de ciertos grupos y a la explotación del turismo sexual. A pesar de los desafíos, la riqueza cultural y la vitalidad de la «otra Cartagena» persisten, alimentando el folclore y la idiosincrasia caribeña de la ciudad.