Después de una semana, no muy diferente a las anteriores en materia noticiosa, uno se pregunta, ¿de qué está hecho este país?
¿Qué es lo que sostiene a las instituciones y aquello que llamamos democracia? Realmente, ¿qué es la democracia para la sociedad de nuestro país? Después de tantas noticias referentes a la corrupción que le explotan a uno en la cara al leer los periódicos o verlas por televisión, el único sentimiento y sensación que queda es de cansancio y abatimiento.
Somos testigos planetarios silenciosos al otro lado de la pantalla de un televisor o de un computador, o el último de los radioescuchas de una obra inspirada en la última frase de Cien años de soledad. Somos una sociedad que se traga lo que se le ofrece por estos medios, sea una invitación a una bebida gaseosa o a la primicia de una nueva matanza o al nuevo escándalo de niños asesinados.
Así los hechos se acumulan y los analistas coinciden en que la justicia colombiana está desbordada por el tamaño de la ilegalidad.
La sociedad escucha o lee y procesa, una información, la justicia actúa en la mayoría de los casos, con base en negociaciones con delincuentes de todo tipo. Basta reconocer los delitos y las penas se transmutan como por arte de magia a la mitad o menos de la pena señalada.
Es decir, el mensaje que queda a los ciudadanos es que no importa la gravedad del hecho ilegal cometido, ello podrá ser minimizado de acuerdo con la capacidad de negociación, con lo cual se minimiza el daño o lesión que se haya causado a alguien o a la sociedad y ello está provocando una moral y una ética que no son ya la variable independiente sino que se tornan dependientes de la capacidad de mercantilizar a través de un proceso de negociación, los acuerdos sociales que se denominan leyes.
El ciudadano como particular puede entonces situarse en un ángulo diferente y burlar aquel principio que el bien común prima sobre el particular y esta mecánica está dándonos un mensaje que afirma y golpea a profundidad el cimiento de nación. Reafirmamos con esos acuerdos ser más una sociedad de formas que de fondo.
¿Qué se necesita para estremecer esta sociedad, que ve impávida como se consume su patrimonio público en manos de unos pocos, aventajados sociales casi todos, pero genéticamente deformados en sus principios éticos? Mi respuesta recurre a un lugar común gracias a la demagogia de quienes han traicionado la esencia de las palabras en el juego de la seducción política. Me refiero a la educación.
Ella es la única vía de esperanza cierta para nuestra sociedad. Pero para que ello sea realidad hay que romper en mil pedazos la interfaz actual entre universidad y sociedad.
La universidad no puede ser el reflejo de la sociedad actual. Ella es la primera que debe ser revolucionada, cambiada en su fibra más honda y redescubrir la decencia y la real magnitud de su autonomía. Debe ser el laboratorio de la democracia pura y no el espejo de las prácticas más viles y reprochables que se estilan más allá de sus muros. Ella debe ser el reflejo de su espíritu universitario y no el grito grotesco y burlón del criterio único.
Debe ser el reflejo de la sociedad abierta de la que hablaba Popper ya que sólo así podrá parir mujeres y hombres nuevos que conduzcan a esta sociedad por caminos de respeto a la dignidad del otro y a construir así nación. Es esperanzador que aún nos quede el “deber ser” y no se lo hayan llevado en un carrusel.
Por: Luis David Julio Macott