Un lugar común en la discusión contemporánea de teoría política, es la idea según la cual el disenso es un elemento de suprema importancia al interior de la construcción de horizontes políticos democráticos; como prueba de ello encontramos todo un conjunto de garantías jurídicas y diseños institucionales asociados con la posibilidad de permitir la convergencia pacífica de diferentes visiones de sociedad y política al interior de los espacios de toma de decisiones, contribuyendo de esta manera a dar el paso de una política vista a través de la lógica amigo-enemigo a una política deliberante en la que los contradictores contribuyan de forma sustantiva en la consecución de los fines sociales. En ese orden de ideas, la condición de posibilidad de una democracia sólida radica en la existencia del disenso y las garantías para su participación.
Sin embargo, cualquier intento de articular este tipo de reflexiones académicas con nuestro contexto o realidad política debe sortear un difícil obstáculo práctico: en Colombia se asesina a aquellos que piensan diferente, se asesina a aquellos cuyos intereses contrarían el orden existente, en Colombia se asesina a los que se niegan a naturalizar la injusticia a la que fueron condenados y marchan en defensa de su dignidad.
Este tipo de afirmaciones podrían resultar extrañas en un contexto definido bajo la etiqueta de “posconflicto”, lo cierto es que después de los Acuerdos de la Habana muchos creímos que por fin había pasado la larga noche en la que la muerte y la barbarie se paseaban libres entre aquellas voluntades libres consideradas peligrosas por parte de las fuerzas más retardatarias de la sociedad. Esto no fue así, por el contrario, la mera posibilidad de una eventual transformación social surgida a partir de la superación de la retórica de la guerra prendió las alarmas en algunos sectores conservadores que se sintieron amenazados ante la eventual politización del campesinado y el trabajo de líderes sociales, y por tal razón no dudaron en abrir nuevas formas de represión social y con ellas nuevas olas de muerte sobre nuestro país.
A la luz de los hechos, podemos reconocer que dos cosas han quedado claras, la primera de ellas es que la violencia política no se reduce y nunca se redujo al conflicto armado con la guerrilla, muy por el contrario, la violencia política es una particular forma de ejercer el poder y el control social en Colombia, el cual ha permitido que sectores sociales puedan concentrar en sus manos el poder político y económico necesario para asegurar sus propios intereses, y hacer de Colombia uno de los países más desiguales y con mayor índice de corrupción en el mundo. El conflicto armado solo fue un episodio más en esa larga novela que narra el concubinato entre armas y política en Colombia, esa novela aun cuando se le pretende cambiar los nombres a los personajes, todavía no ha terminado.
La segunda cosa que con toda seguridad queda clara es que la institucionalidad estatal se encuentra lejos de ser un espectador neutral de la barbarie, por el contrario, no es posible asegurar un proyecto de exterminio tan amplio a espaldas de las fuerzas del Estado y sus respectivas instituciones. El Estado colombiano, estando al tanto de las cientos de denuncias por amenazas contra la humanidad de defensores de derechos humanos y reclamantes de tierras, opta en la mayoría de los casos por la indiferencia, fijando así un solo camino en la vida de quienes acuden ante él exigiendo justicia, esperando vivir en paz.
Para los amantes de las cifras, podemos sostener que entre el 2002 y el 2017 fueron asesinados 664 líderes sociales, en lo que va del año 2018 ya van 119 seres humanos que han perdido la vida por la defensa de su dignidad y por trabajar en la construcción de un futuro en el que el sol por fin salga para todos. En otro lugar ya he comentado la necesidad de abrir los ojos ante el nuevo genocidio que se abre ante nosotros; sin embargo, lo cierto es que la institucionalidad parece más comprometida con seguir contando muertes que con evitar que dichas muertes continúen presentándose.
ver en: https://revistametro.co/2018/03/19/genocidio-lideres-sociales/
Toda tragedia humanitaria es siempre una tragedia política, sin embargo esta tragedia fue invisibilizadas o considerada menor al interior de las últimas elecciones presidenciales. Los ingenuos creyeron que era suficiente para asegurar la existencia de una democracia con que hubiese elecciones periódicas, se huyó de la polarización como si pudiera existir un punto medio entre la vida y la muerte, y se consideró que la paz y la guerra eran ya problemas superados en Colombia. Por su parte, los menos informados creyeron que el verdadero terror era volvernos como Venezuela, movidos por el miedo y la manipulación abrazaron una política que recogía los escombros de décadas de malos gobiernos; mientras tanto, por su parte los escépticos, aquellos que abrazan la sospecha como sentido común, entendieron que la coyuntura comprometía un riesgo mayúsculo, el riesgo de dar la espalda como sociedad a quienes asumen día a día la defensa de sus derechos como única bandera política. Se entendió que el país se jugaba la defensa de la democracia o el retorno a la barbarie, la misma que nunca se fue, la misma que juega a insistir en la idea de que el paramilitarismo es un problema ya superado en Colombia.
Las décadas de guerra en este país han logrado cimentar un sentido común marcado por la indiferencia y el silencio, ambos elementos son los detonantes del fascismo que marcha incólume entre nosotros y apenas es percibido. Son la indiferencia y el silencio lo que posibilita la reproducción de un orden social donde quien detenta las armas puede establecer las condiciones de lo que es bueno o malo, de lo justo o lo injusto, de lo que vive o de lo que muere. Ayer fueron ellos los que cayeron injustamente, mañana podría ser cualquiera de nosotros.
Realmente es difícil alzar la voz cuando se tiene una mordaza en la boca, es difícil denunciar cuando las instituciones son responsables de la situación a la que asistimos, es difícil insistir en llamar a esto una democracia cuando, al igual que el dios Cronos pintado por Goya, pareciera que día a día devora enceguecido a sus propios hijos.
En ese orden de ideas, es realmente complejo pensar en hacer política en Colombia, tanto que la política -la política de verdad- necesariamente parte del sufrimiento humano y trabaja en procura de su superación, en procura de la defensa de la dignidad y de la vida, ese ejercicio siempre toca ampollas, compromete a aquellos que se benefician y se han beneficiado del orden social existente y empodera a los que en su lucha encuentran nuevas razones para movilizarse.
Es eso lo que nos quieren quitar, la posibilidad de construir colectivamente un porvenir en el que todos quepamos, la mordaza de la muerte pretende asegurar nuestro silencio, pretende hacernos abrazar nuestro sufrimiento y abnegadamente conformarnos con lo que existe. En un contexto político así, no es dable la disidencia, en un orden político que impone la muerte sobre el diferente solo queda un camino: la resistencia.