Por Kelvis Edgardo Escorcia Morales

Coronavirus: el temible turista al que Cartagena no desea volver a darle posada.

“¡Lleve el aguacate!… ¡joda! ¿No me van a comprar?”, es el grito de lucha contra el coronavirus de un vendedor ambulante que pasa entre los barrios de Cartagena de Indias con su carretilla, mientras se escabulle de la policía para no ser incautado en su intento por vender lo que para muchos es más preciado que el petróleo.

Mientras esa expresión lanzada con fuerzas sale de su ser para conseguir algún cliente, su bullicio ya desde el final de la calle que aún alcanza a irrumpir en las paredes de mi confinamiento me hace pensar: ¿Será esta la última mañana que lo escuche?, ¿va contagiado sin saberlo?, espero pueda conseguir algo de dinero antes de regresar donde su familia o que una buena ayuda llegue a su vida.

Así, en mi dialogo interno, puedo confirmar que la necesidad sé convierte en motor de sobrevivencia.

En esta ciudad donde los desdichados abundan, las personas están muriendo no por no quererse cuidar, sino por hacerlo, sí, porque hay que comer y para eso toca rebuscarse la manera de conseguir el pan, ni siquiera el de cada día, sino el del desayuno, almuerzo o cena según se escoja, ya que las posibilidades no dan para más.

Estamos en los tiempos de cuidarnos y dejarnos cuidar, pero existen familias que, seguramente como la de aquel carretillero, si obedecen al pie de la letra las medidas de aislamiento pueden cruzar la delgada línea de vivir con hambre y en ese silencio confinado desfallecer, mientras afuera los contagios no cesan.

Sin embargo, no es momento precisamente de señalar culpables cuando el mundo tiene un enemigo común. El llamado se mantiene en la solidaridad, la unión simbólica y transmitir mensajes esperanzadores con un toque realista dentro del mismo, sabiendo que detrás del discurso bonito hay límites para quien desde una posición mejor se preocupa por el otro. Para los cartageneros y cartageneras ya no hay cuarentena inteligente o menos sabia que valga, pues la sobrevivencia a la pandemia está, aunque surrealista parezca, en nuestras manos, siendo ellas las principales fuentes de contagio y salvación.

Mira que irónica es la vida – frase inmortalizada por el papá de la salsa – la noble e ínclita ciudad cuando ya daba un pronóstico de reinvento gracias al golpe electoral de William Jorge Dau Chamat como alcalde, después de años devastadores en todos los sectores por culpa de los malos gobiernos, ahora le tocó lidiar con una crisis mundial que de manera desgarradora la tiene contra la lona como lo hizo Bernardo Caraballo con sus oponentes durante sus mejores épocas sobre el ring.

Ya no solo toca reconstruirse de los daños anteriormente causados, sino que hay que lidiar con sus consecuencias y las profundas huellas que ha dejado el pasar de un virus al que no le importó en lo mínimo el cerco de unas murallas pensadas hace siglos para la defensa de ataques piratas, ¿qué pensarían aquellos arquitectos si hoy les decimos que el primer caso de coronavirus llegó en crucero? El covid-19 puede ser dentro de un símil el pirata más temido que ha llegado a Cartagena y el trasatlántico británico MS Braemar el barco que atracó en su puerto para dejar un pésimo recuerdo.

Aquella pasajera de 85 años que padeció dolores gastrointestinales y posteriormente se le diagnosticó coronavirus por fortuna lo superó satisfactoriamente y vive para contarlo, pero, a diferencia de ella, un taxista de 27 años menos no corrió con la misma suerte, luego de presentar los síntomas dos días después de transportar en su vehículo a turistas italianos. Un panorama que se agravó rápidamente al saberse que la hermana del fallecido y la cuidadora arrojaron positivo, al igual que el médico que atendió al varón de 58 años y una pasajera que usó su servicio.

A partir de ahí, en la capital de Bolívar el número de pescadores a la orilla del mar empezó a disminuir debido al distanciamiento obligatorio al que toca obedecer, pues ya los hombres que halaban de una misma red llena de peces no pueden hacerlo como acostumbraban. Se multiplicó el virus y no los pescados en la mesa.

Así, el turismo que tanto le ha dado a los cartageneros, pasó a quitarle algo más importante que el dinero, deduzca usted que puede ser. Pese a eso, el partido aún no acaba y la heroica Cartagena como en un once de noviembre aguanta para que el grito sea de libertad en el momento en que el yugo del coronavirus termine.

Por ahora, me aferro a la esperanza de que llegarán los días en que el carretillero no necesitará de ese grito quejumbroso y que en cambio serán los vecinos quienes le griten “¡aguanta!” para comprarle los aguacates que se van a comer junto al pescado frito en el almuerzo.

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