Por Marialis Hamburger Cárdenas
Las grandes crecientes que en antaño eran un asunto de cada cincuenta años, cíclicas como las subiendas de pescado, ahora se volvieron más asiduas y diversas en estos tiempos tan locos. Y en la punta del palo que las lidera, va La Mojana, unas extensas humedades que pudieran convertirse en la despensa de América, pero que, hoy en día son el dolor de cabeza de todos los gobernadores de Sucre, en cuyas tierras derrama el 70 por ciento de sus aguas, ya no tan mansas.
La Mojana, algo así como las novias de Barrancas, es un cuento largo y bonito, que vista desde un avión, o ahora con un drone, se asemejan a un espinazo de pescado. Eran las terrazas que dejaron hacen más de seis mil años los indios zenues, excelentes ingenieros hidráulicos, y con las que manejaban las aguas desmadradas de tres ríos arremolinados de esa depresión, cuya tendencia es hundirse tres milímetros todos los años.
La función de las terrazas, en la que su construcción muy seguramente los indígenas panzenues tuvieron aliados extraterrestres, era regular las aguas, que se regaban en círculos y en camellones sembraban sus cultivos de pan coger, mientras pescaban en las aguas ya mansas. ¡Que inteligencia! y la depresión natural, regula el agua de los ríos, para que no lleguen de plano a Bocas de Cenizas, en Barranquilla, después de desembocar en el Rio Magdalena, el San Jorge y Cauca, se besan en aquella depresión y después se unen al gran Yuma. Es exacto.
Pero el hombre moderno, en su afán capitalista, quiso romper el orden de la gravedad, la ley natural. Fue en el año 1936, cuando el cura José Gabaldá abrió una boca del cauca para salvar las tierras de una sequía que se había traducido en una peste. La gente se salvó, pero ya la región, que era rica en cañaduzales, habitadas por inmigrantes del mundo, no volvió a ser la misma, siendo incontrolable.
Las crecientes, que al inicio eran una fiesta para los niños, porque no iban al colegio, se convirtieron en una calamidad, pero también en un asunto cultural y político. Ya se perdieron los sumarios de los miles de estudios que se han realizado sobre el asunto. Incluso, con el patrocinio del Banco Mundial de Alimentos, se hizo un estudio de los estudios, por valor de un millón de euros. De allí en adelante los paquetes de ayuda a la Mojana han cambiado de nombres, hasta el conocido Plan de Adaptación, pasando por el plan torniquete y otros. Se han invertido miles de millones de pesos, pero el problema continúa.
La Boca del cura fue cerrada en el gobierno de Lleras Restrepo, pero, aun así, los pueblos de Sucre (que son siete), los de Bolívar (tres), de Antioquia (uno) y los de Córdoba (dos), siguen bajo las aguas.
En los discursos de los candidatos presidenciales surgen los piropos a la Mojana, una novia a la que todos enamoran, pero nadie se casa con ella. Nadie puede cerrar esos chorros, que tienen nombres típicos, como Cara e gato o el chorro de Arelis, por donde se mete el río, que tomó a la gente que apenas se levantaba de la pandemia del Covid-19.
El Gobernador de Sucre, Héctor Olimpo Espinosa ha comunicado eficientemente la calamidad por todos los medios locales, regionales y nacionales, ha dicho que es un problema de Colombia.
Ojalá le presten atención, ya no como reacción, sino como prevención, aplicando lo que dicen los mil y un estudios en los que se ha invertido mucha plata, porque el invierno apenas comienza y ya van más de 40 mil familias damnificadas, hectáreas de tierra y cultivos de arroz, maíz, plátano, ñame, yuca y cacao perdidos bajo las aguas.