Por José Vicente Figueroa
¿Qué hubiera pasado si, en lugar de ser ciudadano, fuese indígena, y frente a mi trinchera temporal circularan en sospecha camionetas blancas? No estaría vivo para escribirles. De llamar al ejército o la policía, malherido por los disparos, quizás ellos, en nombre del amor a Dios y la patria, sentenciaran mi dolor para siempre. Quizás, a su vez, arrojarían un fusil a mi siniestra, un traje guerrillero y unas botas falsas. Y frente a las cámaras de la televisión, intercambiarían mi nombre, José Vicente, por N.N, aplaudiendo por tan heroica hazaña.
Solo mi madre, entre lágrimas históricas, podría recordarles, que mi mayor delito fue peregrinar en busca del respeto por nuestros lugares santos; que mi bandera fue la defensa por el acceso a la educación, la justicia y la salud; y que aún en mi tumba apaciguo la utopía de la perenne condición humana.
Esa enaltecida cada cuatro años en las elecciones, pero sepultada en el ejercicio de mi denuncia y rebelión. Esa inmutable y suprimida por análogas promesas: antaño, en el intercambio de oro por espejos; ahora, de votos por balas.
Ella lloraría de impotencia al entender, que solo regresando al caserío recuperaría la humanidad. Que, mientras tanto, “los ciudadanos de bien” podrían continuar exterminando a mis hermanos, rezando “no marchar, sino producir”, “no marchar, sino disparar”, como legítimo recurso de odio hacia la diferencia.
Ella, finalmente, prefería morir conmigo, aunque mi malherida humanidad ya hubiera desaparecido de la tierra.