Por Uriel Ariza-Urbina

El joven Adolfo Pacheco andaba a sus 28 años de correría con Andrés Landero por las ciénagas del Magdalena, cuando se detuvieron en una tiendecita. Debajo de una troja había un hombre con aspecto de jornalero acostado sobre una estera y su cabeza apoyada en una caja de cartón, mientras el sombrero le tapaba el rostro. Vestía ropas deslucidas y unas abarcas que dejaban ver unos pies curtidos y acostumbrados a caminar. En el are había un olor a ron de caña. Landero sonó su acordeón y el hombre se despertó como un sonámbulo, buscando desorientado la procedencia de aquella nota. Era Juancho Polo Valencia, durmiendo una de sus eternas parrandas libertarias.

Se saludaron, y sin más el ‘viejo’ Valencia se amarró su acordeón y se terció su mochila. Pacheco vio a un hombre desgarbado, de ojos hundidos y una mirada cansada de la vida, disimulada por un gesto infantil y una sonrisa fácil. Sintió lástima. Se dio cuenta que Juancho Polo, una leyenda de los pueblos, solo tenía un propósito: cantar con su acordeón hasta morir. Habituado a filosofar consigo mismo, pensó que tenía algo en común con aquel juglar de espíritu libre. Estaba poseído por el mismo embrujo que se había apoderado de los músicos y cantautores de los ritmos vallenatos, desde La Guajira hasta las sabanas de Bolívar, Sucre y Córdoba. Entonces creyó que él mismo podría estar dando esa impresión de abandono, a pesar de su corta edad.

Juancho Polo se quedó mirándolo por un instante. Abrió su acordeón hasta el largo de su brazo y empezó a cerrarlo con su lamento y peculiar voz: ‘Alicia adorada’. Pacheco se estremeció, como si le hubieran leído sus disertaciones. Se le hizo un nudo en la garganta y empezó a llorar. Landero escuchaba en silencio. Cuando acabó la canción, Pacheco recogió su nostalgia y empezaron a contar las noticias de las comarcas, como lo hacían los juglares desde hacía más de cien años. Pero a Pacheco le había quedado una inquietud en su pecho: ¡cómo hacía aquel hombre para dominar semejante dolor mientras cantaba y sin romper en llanto!

Adolfo Pacheco regresó a su natal San Jacinto, Bolívar, donde vivía con su mujer y sus hijos. Había un espejo grande en la sala, y él se paró enfrente. ”Vi a un hombre ojeroso, arrugado, barbón, cabellón, con canas prematuras; insulté a la imagen…, y desde esa ocasión no he dejado de hablar con el espejo”, escribió. Supo que era el bendito ‘mal’ del acordeón y su canto, que por ironías de la vida eran su mayor felicidad. Ahora entendía por qué Juancho Polo seguía aferrado a la vida en medio de aquel doloroso olvido de sí mismo tras la muerte de su amada esposa. Esa experiencia le inspiró una composición que cuestionaba la religión y el sentido de la vida, pero la dejó ‘mocha’, como él dice, por el temor de perder su trabajo de profesor de matemáticas.

Días después escuchó una noticia en la radio que le cambiaría su vida para siempre. En Valledupar habían convocado la primera gran fiesta de acordeones: le llamarían Festival Vallenato. Consuelo Araújo Noguera, una joven entusiasta del folclor; Alfonso López Michelsen, el primer gobernador de aquellas tierras, y el escritor Gabriel García Márquez, como invitado, eran los anfitriones del evento. Pacheco sintió alegría y celos. Creyó que la música de acordeón no era solo de la Guajira y el Cesar, donde había echado raíces y se fue regando por la región hasta los Montes de María y el Cerro de Maco de su infancia. “Y encima llamarle vallenato”, pensó Adolfo Pachecho, sin tenerlos en cuenta a ellos como artífices del folclor. Buscó a Landeros y con su espíritu contestatario se propuso hacer una canción para que se oyera en Valledupar.

Empezó a cantarla en las parrandas, pero aún no tenía un nombre para que Landero la cantara en el tan anunciado festival. Le había dado vueltas al título, hasta que un amigo lo tenía: “La hamaca grande”, un nombre que años más tarde haría historia. Landero se armó de valor y viajó a Valledupar sin su compinche y compositor de cabecera, y la cantó en el Festival Vallenato de 1969:

Compadre Ramón (bis) le hago la visita pa´que me acepte la invitación

Quiero con afecto llevar al Valle cofres de plata

Una bella serenata con música de acordeón

Con notas y con folclor de la tierra de la hamaca…

El público reaccionó con agrado, hasta que escucharon las otras estrofas. El autor narraba su deseo de compartir una cumbia ‘sanjacintera’, un son de Toño Fernández, y los invitaba a mecerse en su hamaca grande con las historias sagradas de un indio Parofo, tan legendarias como la de Francisco El Hombre. Y allí terminó todo. La canción ganadora del año anterior aún retumbaba en los vallenatos y olvidaron ‘La hamaca grande’. Un par de estrofas simples que elogiaban con humildad a un ‘Pedazo de acordeón’, interpretada con una cadencia de juglar antiguo por un campesino desconocido de nombre Alejandro Durán, y que también haría historia. El mismo López Michelsen pidió repetirla desde la ventana de su casa de gobierno, al pie de la Plaza Alfonso López.

Los vallenatos dijeron esa vez que Landero no entendió la importancia de una canción inédita y se dedicó a parrandear con ‘La hamaca grande’. Sin embargo, el estribillo de la canción de otro incógnito compositor de tierras lejanas, se había quedado en Valledupar y con el tiempo comenzaron a cantarla en las parrandas, no sin las críticas de muchos. En ese entonces la interpretación de los músicos de la sabana no se consideraba auténtica, porque tenía influencia de la cumbia y el porro y era más instrumental. Los cantos de la Guajira y el Cesar tenían otro secreto: sus letras llenas de poesía contaban la historia y los anhelos de un pueblo, y el acordeón acompañaba cada sentimiento con notas que seguían un patrón amañado para cada aire, que a la postre terminaron dándole su identidad cultural.

Adolfo Pacheco tenía la misma inspiración de un juglar auténtico y lo siguió demostrando con sus canciones narrativas, como el Mochuelo, El tropezón, El Cordobés, Bajo el ceibal, entre otras. Recuerda que cuando Gabo, admirador de Landero, escuchó ‘La hamaca grande’ le pidió que se la cambiara por Cien años de soledad, ante la sorpresa de Consuelo Araújo. ‘La hamaca grande’ empezó a conectar a dos estilos de música de acordeón que parecían irreconciliables. Más tarde compuso ‘El pintor’, una diatriba en aire de merengue entre un pintor y un compositor, grabada por Diomedes Díaz y Juancho Rois, y volvió a levantarse la suspicacia entre Adolfo Pacheco y el vallenato de la Guajira y Valledupar. Las habladurías decían que iba dirigida a Rafael Escalona, pero él lo desmiente recordando la gran amistad que los unía y las interminables tertulias con arepas de queso provincianas en las oficinas de Sayco en Bogotá.

Pedro Pérez el pintor, pinta un pájaro moderno / y dice que yo no puedo

hacer un cuadro mejor / Saco cuadros del folclor, y de la naturaleza

pinto negra la tristeza, la acuarela del dolor

 Adolfo Pacheco aclaró: “Un día me encontré con un ahijado y le pregunté a qué se dedicaba. Al muchacho no le gustó mi tono, y me respondió que estudiaba Bellas Artes. Cuando nos despedimos, me dijo con ironía: ¡padrino, y usted a qué se dedica ahora!”. Dice que ese mismo día empezó a componer ‘El pintor’. Y hay quien asegura que la composición es una respuesta al artista Obregón, en alusión al mural que hizo para el salón Elíptico del Congreso de la República, y en el que el artista evitó pintar héroes y figuras épicas de revolucionarios y optó por la riqueza natural del país, destacando unos cóndores estilizados volando hacia arriba, como un llamado a la unidad nacional.

Los comentarios se aplacaron después de la visita de un naciente Carlos Vives a su oficina de abogado en Barranquilla, en 1993. El artista le pidió autorización para grabar su ‘Hamaca Grande’. Vives la dio a conocer al mundo y reafirmó su lugar de privilegio en los anales de las canciones vallenatas legendarias. Cuenta que cuando le llegaron las primeras regalías de Sayco, no lo podía creer. Cambió su viejo carro, su casa y compró la ropa que siempre quiso ponerse. La gente lo acusó de corrupto y debió presentarse ante los organismos de control para justificar aquel repentino cambio de vida por las ganancias de ‘La hamaca grande’. Años más tarde se le anegaron los ojos al ver que hasta el rey Juan Carlos de España tarareaba su canción ante una presentación de Vives, durante una reunión de mandatarios en Cartagena. Esa vez se le vino a la memoria los días difíciles cuando compuso ‘El viejo miguel’, una historia de consuelo al ver cómo su padre abandonaba el pueblo de toda su vida, ya viudo y en la ruina económica, para irse a Barranquilla a empezar de nuevo.

En 2005, Adolfo Pacheco fue declarado Rey Vitalicio del Festival de la Leyenda Vallenata. Y rememora los tiempos en que la música de acordeón era de corronchos y mal vista, y que en la puerta del exclusivo Club Valledupar había un aviso que prohibía su ejecución y la Iglesia condenaba a los músicos por pecadores. Se le ocurrió desempolvar aquella vieja canción inconclusa por el señalamiento del pensamiento conservador de la época en que empezó a escribirla. Por fin la terminó: ‘El hombre del espejo’, que en 2016 fue escogida como la mejor canción en el Festival Bolivarense de Acordeones.

No quiero solemnidades, tampoco me carguen luto / Que suenen los acordeones y gaitas para el difunto…

Hoy el maestro Adolfo Pacheco cumple 80 años de una vida intensa y dedicada a engrandecer el folclor de nuestro país. No deja de visitar cuando puede las oficinas de Sayco, con su inseparable boina dominicana, para reconocer la continua labor de 75 años de la entidad a la que pertenece, y recordar sus mil y una anécdotas. “Me alegra que Sayco ha llegado en su desarrollo a lo mejor, porque ha ido verticalmente hacia arriba”, dijo el maestro Pacheco. Sayco, por su parte, a través de su Gerente César Ahumada y el Consejo Directivo felicita a su socio y amigo en su cumpleaños y enaltece el trabajo invaluable del que muchos consideran el último juglar de la música vallenata.

El compositor Rafael Manjarrez, Vicepresidente del Consejo Directivo de Sayco, afirmó que el maestro Adolfo Pacheco “es una de las figuras cimeras que tiene nuestra música colombiana; la prueba indefectible de que Colombia es una sola, porque hacía con maestría música con la tendencia folclórica de Valledupar, como de su propia región”. Y Adolfo Pacheco lo corrobora: “El pueblo vallenato debe sentirse orgulloso de que otras regiones y países hayan tomado el vallenato como propio y Colombia se haya llenado de festivales”.

Adolfo Pacheco nunca olvida las palabras de Juancho Polo al despedirse de él y Andrés Landero, en aquel memorable encuentro en el pueblo de Algarrobo. Ese día pudo ver en el espejo de su alma la otra cara de la realidad: “A Dios se le dejan las cosas cuando remedio no tienen”.

 SAYCO, siempre apoyando a nuestros artistas         

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